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Opinión

Pensar el futuro: Por qué es necesaria una nueva Constitución

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martes, 11 agosto 2020 - 11:43 am

Hace sólo unas semanas, a través de esta misma vía, daba cuenta sobre la necesidad de comenzar a cavilar respecto a nuestro futuro inmediato y el desafío que significa para la Socialdemocracia chilena la elaboración de una nueva Constitución Política del Estado. En ese artículo señalé que: “A partir de la modificación del calendario de votaciones por la pandemia, el plebiscito para dirimir si tendremos o no una nueva Constitución quedó finalmente dispuesto para octubre de 2020, siendo éste el primero de los eventos electorales sucesivos a afrontar”; agregando que: “Sin lugar a dudas, el plebiscito constitucional, cualquiera sea su resultado, será el hecho político de mayor relevancia para el futuro inmediato del país”, y concluyendo que es éste el motivo principal por el que en la ocasión afirmé “que el primer tema a tratar al pensar en el futuro inmediato es también cómo enfrentar ese desafío”, y que “si bien tenemos como activo la opinión favorable de la ciudadanía, reflejada en las encuestas, donde el “apruebo” resulta ganador por amplio margen, lo cierto es que ninguna elección está ganada antes de tiempo y la legitimidad que amerita una nueva Carta Fundamental requiere un apoyo ampliamente mayoritario”.

Fue en esa misma columna donde comprometí “la obligación de hacer una constante pedagogía política, que permita espantar temores infundados de la ciudadanía indecisa, consecuencia de la desinformación interesada y generalizada que emana de sectores conservadores contrarios al cambio”.

Es en razón de lo anterior que ahora, en cumplimiento del compromiso contraído, quisiera referirme a los argumentos por los que los socialdemócratas consideramos necesaria una nueva Constitución. Un hecho reciente, acontecido hace sólo unos días, pero de profundo impacto ciudadano, nos sirve como ejemplo para demostrar nuestra afirmación, a saber:

“Excepcionalmente, y para mitigar los efectos sociales derivados del estado de excepción constitucional de catástrofe por calamidad pública decretado a causa del COVID-19, autorízase a los afiliados del sistema privado de pensiones regido por el Decreto Ley Nº3.500, de 1980, de forma voluntaria y por única vez, a retirar hasta el 10 por ciento de los fondos acumulados en su cuenta de capitalización individual de cotizaciones obligatorias (…)”.

Lo que acabo de citar es el inicio del inciso primero del artículo trigésimo noveno transitorio de nuestra actual Constitución, introducido por el artículo único de la Ley N°21.248, publicada en el Diario Oficial de 30 de julio de 2020, que ha permitido -hasta el momento- que más de siete millones de personas puedan acceder al dinero necesario para aliviar las penurias que están sufriendo por los efectos de la crisis sanitaria, política, social y económica que enfrentamos.

Fue necesario recurrir a una modificación constitucional para que los chilenos pudiéramos acceder a parte de nuestros fondos depositados en las A.F.P. a fin de afrontar los efectos adversos de la crisis que nos aqueja. El debate parlamentario y la discusión pública sobre el particular, seguida con especial interés y entusiasmo por la ciudadanía, mostró de forma nítida tres defectos propios de nuestra Carta Fundamental que hacen plausible su modificación.

Primero: El hiperpresidencialismo, que obstaculiza una mejor gestión del Estado, concentrando el poder estatal en la figura del Presidente de la República.

Apoyándose en la actual Constitución, el Presidente se opuso tenazmente a la idea de legislar sobre el retiro del 10% de los fondos previsionales, negándose a patrocinar las iniciativas parlamentarias presentadas al efecto; circunstancia que obligó a introducir excepcionalmente una reforma constitucional, fundada en la situación de emergencia originada por la pandemia, y que mantuvo en vilo a la ciudadanía nacional hasta la promulgación de la nueva ley, ante el riesgo de un veto presidencial o de un recurso al Tribunal Constitucional que la impugnara.

En nuestra Constitución la iniciativa de ley es casi exclusivamente del Presidente de la República, quien fija los tiempos de debate y las prioridades legislativas, dando escaso margen de acción a los parlamentarios, que en su condición de representantes intentan hacer presente la voluntad de la ciudadanía.

En otros regímenes de gobierno, diferentes al nuestro, existen mayores recursos jurídicos y políticos para resolver situaciones de tensión como éstas, que obligan a zanjar entre el amplio sentir ciudadano y las autoridades. Es más, en varias constituciones modernas se contemplan hoy fórmulas de democracia directa para resolver cuestiones claves, donde instrumentos como el referéndum, los plebiscitos o las iniciativas populares de ley son más comunes que antaño, permitiendo así a los ciudadanos una activa participación, sin intermediarios, al momento de adoptar decisiones esenciales.

Segundo: Los altos quorum legislativos que ponen en aprietos y entredicho cualquier manifestación de mayoría.

El hiperpresidencialismo no es el único defecto que presenta nuestra actual Carta Fundamental, pues en una pretensión deliberada de quienes instauraron la Constitución durante la dictadura militar para impedir cualquier reforma, muchas materias relevantes requieren de amplios quorum para su aprobación, dificultando o entorpeciendo así la utilización de la regla democrática básica de la mayoría. Conforme dicho mecanismo todas las modificaciones importantes del sistema político tienen que hacerse con el beneplácito de los sectores conservadores, que aunque no tienen suficiente fuerza para hacer cambios, sí la tienen para impedirlos. El retiro del 10% de los fondos previsionales fue uno de esos casos, donde la discusión sobre si el quorum para aprobarlo debía ser de 2/3 o 3/5 de los legisladores que integran la Cámara de Diputados, entrampó en su origen la discusión de fondo, retrasando un debate urgente, como lo demuestran las más de siete millones de solicitudes de retiro presentadas a la fecha

Tercero: No obstante lo anterior, el defecto más relevante de nuestra actual Carta Fundamental es el de la crisis de sus principios inspiradores: La libre competencia y el individualismo, con un rol subsidiario del Estado ante la iniciativa privada. La actual Constitución no garantiza derechos, sino que privilegia la libertad de quienes proveen servicios y la de quienes pueden pagarlos, así -por ejemplo- nuestra Carta Fundamental consagra la libertad de enseñanza, pero no el derecho a la educación. La Constitución vigente entonces contiene ideas matrices absolutamente divergentes con el sentir ciudadano imperante, el que se encuentra en armonía con la experiencia práctica forjada a partir de la pandemia de COVID-19, que ha hecho patente una imperiosa necesidad de contar con un Estado proactivo, no sólo en materia de salud pública, sino también en cuestiones de protección social y desarrollo económico.

Toda Constitución cumple un rol primordial en la sociedad, determinando las reglas básicas de gobierno, al establecer los límites al ejercicio del poder y reglamentar el margen de acción de cada órgano del Estado. Pero, también, toda Constitución debe cumplir con el difícil cometido de ser el reflejo del palpitar ciudadano, de estar en consonancia con el sentir de las mayorías. Ello, porque -en tanto norma suprema y fundacional- la Constitución sienta las base de la democracia.

“Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra”, hasta hoy la definición más precisa y sucinta de democracia, contenida en las palabras finales de un histórico discurso de Abraham Lincoln, confirma que, para su consagración, la legislación elemental que significa la Constitución Política del Estado, debe estar en concordancia con el sentir de las mayorías ciudadanas, sólo así podremos aspirar legítimamente a un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, o sea, a una verdadera democracia.

Marcelo Díaz S. – Abogado e investigador CISO